El Pindo en llamas
La ascensión al Pindo desde el nivel del mar ha de hacerse con guía, si se desean alcanzar los 650 metros del pico de A Moa en un tiempo razonable y con un cansancio moderado. Su condición de monte sagrado fue elevada al pomposo título de Olimpo Celta para que a nadie cupiesen dudas sobre el alto rango que le distingue desde el megalitismo de entre otras montañas, no en vano se encuentra frente por frente al monte de San Guillerme en Fisterra, supuesto enclave del Ara Solis que fue símbolo del balcón atlántico abierto frente al País de los Muertos y cerca también de donde Cibeles fue la xana de los romanos.
Pero al contrario de Fisterra, el Pindo apenas fue objeto del proceso de cristianización, salvo para llamar “camas do santo” a las grandes piedras de los ritos litolátricos en busca de embarazos, cuyo último acto, por supuesto, es el coito sobre ellas. Ésa es tan sólo una de las muchas historias, creencias y leyendas que confluyen en el monte desde que su bosque de piedras antropomorfas, sus cuevas y su ubicación lo dotan de características míticas.
Es posible también que aun viva alguno de los que en él buscaron refugio durante la guerra para no verse envueltos en el fragor fraticida; pero no es necesario haber asistido a aquelarres, haber peregrinado con fines eugenésicos, ni haberlo convertido en escondite bélico para sentir hoy un desgarro anímico ante su fuego y ante todos los fuegos que se enseñorean como caballos apocalípticos al este, norte y sur del Pindo.
En sí mismo, y sea cual sea su origen, el fuego es prueba manifiesta de que nuestra relación con la naturaleza deja mucho que desear y de que en cualquier comparación con esos tiempos considerados de barbarie e incultura, el hombre tecnológico sale perdiendo, porque ni sabe tanto como cree, ni puede tanto como se le supone, ni quiere tanto como presume.