Cañas y barro
Era previsible. Nadie podía esperar que fueran recibidos con pétalos y guirnaldas, sino con cañas y barro.
Quizá si los Reyes llegasen solos, la indignación hubiese sido más contenida, pero la presencia de Pedro Sánchez prendió la mecha. Él se llevó una caña en la espalda y la Reina, el barro en la cara. A lo mejor no es justo, pero es justificable.
La reacción también era de prever. Sánchez huye de la ira y deja a su Rey ´in puris naturalibus´, y Felipe VI aguanta mecha en el convencimiento de que los indignados tenían motivos para estarlo.
La Reina lo verbaliza como si fuese una reportera en plena retransmisión de los hechos: “¡Pero cómo no van a estar cabreados!”
A la catástrofe, el Gobierno añade las horas siguientes una sensación de desconcierto, de duda, de amagar el envío de ayuda o de escatimarla. De rivalidad política porque Mazón es de otras siglas, de competencias entre la comunidad y el Gobierno, de líos inútiles con el JEMAD; de rectificación en la cifra de las ayudas. En fin, de comportamiento inadecuado cuando la sensibilidad está a flor de piel.
Y a ello se suman los retrasos en las catástrofes del volcán de La Palma, del terremoto de Lorca y otras ocasiones similares cuyo fantasma se les viene encima temiéndose lo peor.
Dice el protocolo institucional que los Reyes no podían negarse a ser acompañados por el presidente del Gobierno, pero ellos sabían que llevaban la peor comitiva. Sánchez iba con la mejor, aunque ni así fue suficiente para contener la ira.
El Rey se hizo grande entre los reproches y el presidente empequeñeció en el mismo escenario.
Cualquier lector de Blasco Ibáñez les habría advertido de que los esperaban cañas y barro.