El candidato
Llamar la atención
Eurovisión es algo más que un song contest. Es un rito anual, como la Pascua Florida y el Día Mundial sin Coches. Comentar lo ocurrido en el festival, también. Ya puedes ser cronista de hípica, que una columna se la lleva, cual es el caso.
Este año me pilló con el paso cambiado y apenas vi algo del final y las votaciones, que en realidad es lo más divertido, pero como ahora las dan en extracto, tampoco lo lamento.
La reflexión de esta nueva entrega aplazada desde 2020 es la misma que las anteriores. ¿Quiénes son los linces que eligen artista y tema para representarnos? ¿Acaso no se dan cuenta de la combinación de brilli brilli, pintas estrafalarias y estribillos tribales necesaria para rozar tan siquiera los dos dígitos en la puntuación?
No es que sea la muerte de nadie, pero si hay que ir, se va con todos los requisitos; como cuando es patinaje artístico y nos representa un tipo que se desliza como mantequilla en sartén, y no llevamos a un magistrado del Supremo, ni a un rudo leñador de la cordillera Cantábrica.
No es un problema de calidad, es un problema de adecuación. Se nota que no estamos bien ubicados. Acudimos a una recepción del Vaticano con un generoso escote intermamario y después mandamos a Eurovisión a un tipo de luto. Cualquier día pasa a dirigir la Escuela Diplomática un personaje tan poco dotado para caer bien como Gabriel Rufián.
Ya no se puede decir que la clave radica en las mafias idiomáticas. Ha ganado Italia, que apenas tiene compañeros de lengua. A Portugal, que no tiene ninguno, le ha ido muy bien. Los balcánicos han fracasado y los eslavos también. La senda está marcada y conocemos el camino. Hay que aunar el estribillo facilón de Massiel, las pintas estrafalarias del Chiquilicuatre, el vozarrón de Raphael y los pelillos flotantes de Salomé. El Gurruchaga de sus buenos tiempos.