Dalmiro de la Válgoma, el historiador que volvió a empezar

El erudito de Monforte de Lemos pierde en la guerra todos sus papeles y debe iniciar de nuevo su obra

SE CUMPLEN LOS treinta años de la muerte del historiador y genealogista Dalmiro de la Válgoma y Díaz-Varela (Monforte de Lemos, 1904) y el personaje sigue siendo víctima de la política cainita que en Galicia se aplica con frialdad siberiana a quienes no superan la prueba del algodón terruñesco, sean cuales sean las siglas que luzcan bordadas las puñetas de los jueces.

Los Válgoma son originarios de la pedanía del mismo nombre, en el berciano municipio de Camponaraya, y propietarios de una casa blasonada en la no menos timbrada Calle del Agua de Villafranca del Bierzo; mientras entre los monfortinos Díaz Varela abundan los militares.

Dalmiro, que será cronista oficial de Villafranca, estudia Derecho y encamina sus pasos hacia la carrera diplomática, con disgusto para su madre que prefiere verlo entre legajos, bien porque cree que es su verdadera vocación, bien porque le parece que la diplomacia es territorio comanche de codazos, intrigas e inciertos destinos.

Gana la investigación histórica, ayudada por la llegada de la República y su desagradable sonsonete político. Estando en la Biblioteca Nacional, ya metidos en harina bélica, es detenido por unos milicianos por sospechar que allí se alberga un foco de quintacolumnistas. Pasa meses en una cheka y en un campo de concentración francés, es liberado y le da tiempo a estar como voluntario en el frente los nueve últimos meses de guerra.

En el revoltijo de esos años pierde los papeles de todas sus investigaciones, que reinicia casi desde cero.

En la posguerra ejerce la abogacía dentro del Cuerpo Jurídico militar para defender a aquéllos perseguidos por sus ideas políticas, consiguiendo la absolución de muchos de ellos, que se lo agradecen mediante cartas remitidas hasta sus últimos años de su vida.

El rigor de Dalmiro en las investigaciones le lleva a rebuscar por doquier pruebas o testigos que puedan favorecer a sus clientes. De esos años recuerda la prohibición que pesa sobre los abogados de no poder atribuir a sus clientes “ideas políticas”. Solo son traidores.

La primera obra que recupera es Los guardiamarinas leoneses, publicada ya en los 40. Es el primer libro a base de los fondos del Archivo de Marina Álvaro de Bazán.

Después vendrán numerosos trabajos sobre el Marqués de la Ensenada, la nobleza de León, Hernán Cortés, y una de sus obras más queridas, La Condesa de Pardo Bazán y sus linajes, con un prólogo de quien se convierte en su mujer el año 1950, la novelista santanderina de sangre gallega, Elena Quiroga y de Abarca, hija del conde de San Martín de Quiroga, con quien se une en la capilla del Palacio Arzobispal de Santiago.

Entre los testigos, firman el barón de Finestrat, en representación de Fernando de Baviera; el marqués de Figueroa, José Álvarez de Toledo y Antonio Rumeu de Armas.

Hombre madrugador, prefiere la pintura a la música, aunque para detenerse en la frontera del abstracto, incompatible con su sensibilidad.

No tienen hijos, pero crían desde los dos años al único varón de su hermano.

Entre otros cargos, fue secretario del Instituto Histórico de la Marina adscrito al C.S.I.C, vocal del Museo Naval, de la Junta de Iconografía Naval, de la Real Academia Gallega y del Patronato Condesa Pardo Bazán, así como académico de número, bibliotecario y secretario de la Real Academia de la Historia.

Está enterrado en Villafranca y de él se puede leer una extensa biografía de Gonzalo Anes y Álvarez de Castrillón, marqués de Castrillón.

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