Los maltratos
Cuando se habla de maltrato, sólo se piensa en una de sus múltiples variantes, el que infringe el varón a su pareja. En consecuencia damos por sentado que ahí existe un problema que se debe combatir y comienzan a florecer foros, leyes, ayudas y casas de acogida. Todos coinciden en que ése es el maltrato por antonomasia.
Pero si se observa el conjunto sin tics preconcebidos, percibimos el error de enfoque y la imposibilidad de atajarlo en sus causas verdaderas.
El maltrato crece en todo tipo de relaciones humanas. Dentro de la pareja y en ambas direcciones se registran los más graves resultados; de padres a hijos, de hijos a padres, de jóvenes y alumnos entre ellos, contra los profesores, contra el mobiliario urbano, contra el vecino y contra uno mismo. De obra, palabra y omisión, el maltrato se palpa fuera de los hogares y se intuye dentro de ellos. Basta participar en una concentración festiva, especialmente las nocturnas, para tropezar con él una y otra y otra vez en forma de maldiciones, amenazas, roturas y destrozos que se asumen como normales bajo el principio de que somos muy bestias, máxime si se nos rocía de alcohol.
A pesar de ello, los esfuerzos públicos y privados prefieren subdividir el maltrato de acuerdo con el sexo o la edad de sus protagonistas, quizás porque así se evita el reconocimiento de que existe un fallo general de la sociedad y que el problema sólo radica en unos cuantos maridos machistas y en unos jovenzuelos que pasan su particular berrea rompiendo vasos contra las aceras. Mal diagnóstico para una solución imposible.
Hoy se alerta sobre el aumento de casos de strypleken, o estrangulamiento, entre adolescentes, una práctica que los lleva al borde de la muerte a cambio de unos segundos de intenso placer. No dirán que es un automaltrato derivado del desprecio por todo lo existente, sino el problema puntual de unos cuantos desarraigados.
Estupendo, qué problema tan bien focalizado.