Horror en la frutería
Multada con 600 euros una tienda de frutos secos de Barcelona por no rotular sus carteles en catalán. ¿Cómo es posible alcanzar tamaña indigencia cultural? ¿Cómo concebir en la ilustrada Cataluña unos niveles de fascismo totalitario tan espantoso como miserable?
En la cadena de mando que origina esta noticia hay que anotar a unos señores parlamentarios que la aprueban y consienten. Vienen luego unos chivatos o soplones, al estilo de los familiares del Santo Oficio, llamados Omnium Cultural, que recorren las calles en busca del rótulo castellano, del mismo modo que aquellos otros escudriñaban por las esquinas en busca de algún infeliz criptojudío al que se le escapase de sus labios la palabra alayminzula, síntoma inequívoco de que, pese a su aparente reconversión, seguía practicando la religión de la Torá en la intimidad.
Es necesario también un gobierno que reciba la denuncia y la sancione con 600 euros, cantidad que imaginamos proporcional al daño inferido, a cien euros la palabra castellana: “Hay nueces y pistachos. Calidad extra”, 600 euros. “Precio fijo”, 200 euros.
Y finalmente se necesita también un público que asista impasible al horror, paralizado por el miedo a que Omnium Cultural penetre en su domicilio y descubra escondida entre la obra completa de Apeles Mestres la última novela de Marta Rivera de la Cruz, escrita en correcto castellano de principio a fin, y quién sabe si una carta de aquella primera novia de Tomelloso donde le confesaba, también en lengua cervantina, que cuenta las horas que faltan para el reencuentro a medio camino, en la Almunia de doña Godina.
Son muchos factores y muchas las personas implicadas para que el atentado cultural se consume con éxito. Mucho miedo, mucha pobreza, mucho brazo en alto y mucha unidad de destino en lo universal. Esto no es trabajo de un día para otro. Aquí han tenido que colaborar miríadas de censores.