Aprendices de magos
Hablamos de idiomas, que son esos mágicos instrumentos que contienen toda la sabiduría del mundo sedimentada entre la urdimbre de sus palabras. Cada una de ellas puede contener la historia y mil historias más. Si se viaja al interior de la palabra se descubre por dónde ha pasado, qué dioses estaban en los altares y cuáles eran las preocupaciones de los hombres. Da lo mismo hacerlo a través de la lengua valona o de la árabe. Al final todas sus piezas descubren el universo como un gran puzzle cabalístico regido por leyes que tienen más de lógica filosófica que de gramática y ortografía.
Por eso, cuando se legisla sobre los idiomas siempre hay una manifiesta intención de practicar la magia, de ser tan poderoso como el tiempo y de manejar los arcanos de las palabras por encima de lo que determinan las leyes no escritas, aquéllas que concluyeron hace tiempo que en lengua francesa, casa ha de ser maison y no cualquier otra.
Y por lo que se ve recientemente en España, a ciertos políticos les ha sobrevenido una irresistible vocación de magos, manoseando los idiomas con una combinación de ligereza y pomposidad que asusta por su engreimiento e ignorancia. Esto ha de multarse, esto ha de prohibirse, esto ha de usarse…
Dichas actuaciones no se reducen, como pretenden presentarlas, a un ejercicio de poder amparado por la legalidad democrática, pues van mucho más allá de lo que cabe esperar de unos simples administradores. Meten mano en el santa sanctorum de las palabras y además no lo hacen, en general, con el bienintencionado objetivo de dotar a los idiomas de una mayor libertad de expansión y crecimiento, sino de enfrentar a unos con otros, de hacer guerra con unos instrumentos nacidos para el entendimiento, la sabiduría y la concordia. Es decir, que además de ser unos pésimos aprendices de magos, sólo quieren la pócima en beneficio propio.