Fahrenheit 451

La pasión por prohibir

Si a su hija le gusta el rosa, no se preocupe. Si el niño no juega a las casitas ni a tiros, tampoco se altere. Si a los dos les encanta Blancanieves y los siete enanitos, no se desespere. Si a usted y a su pareja, en caso de tenerla, les chifla leer la novela 1984, de George Orwell, no sientan la más mínima intranquilidad, y si cree que pedir indemnizaciones por la llegada de Colón a América es una nueva demostración de ignorancia por parte de Maduro, felicítese porque razona usted de acuerdo con los parámetros normales, los mismos que utilizaba Aristóteles y los que le sirvieron a Galileo para establecer los principios de la ciencia, mejorando al anterior.

Quienes lo bombardean con la tabarra del rosa y los juegos inclusivos, o con la censura a Disney, a Orwell y a Colón, son unos mindundis avispados que pretenden hacerle dudar de todo lo que la humanidad ha logrado _ a trancas y barrancas, eso sí _, para instalarse ellos como faro del conocimiento, como referencia moral y dueños de los gustos y comportamientos. Quieren ser los nuevos dueños de Fahrenheit 451. De momento, sin fuego.

Ese tipo de aprovechados los hubo en todas las épocas y en todos los países, aunque sí es cierto que nunca dispusieron de unos medios de difusión tan poderosos y baratos como los de hoy.

No obstante, esa propia inmediatez y velocidad en el mensaje es en sí misma una advertencia sobre su falta de fuste, por mucha universidad norteamericana, belga o canadiense que los arrope.

Por si lo han olvidado, recuerden que en febrero de 1966 _ superado ya el medio siglo desde entonces _, el Papa Pablo VI suprime el Index librorum prohibitorum, o sea, el Índice de libros prohibidos que se mantenía desde Trento. Se ve que ante ese vacío brotan nuevos dictadores vocacionales dispuestos a borrar títulos y enanitos porque a ellos no les van.

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