Frascuelito, el paradigma de la vergüenza torera

Había sido seminarista en Mondoñedo, donde su padre tiene un horno de bollos que pierde en un incendio

LA LIGA DE Amigos de Lugo pugna en 1913 por levantar un coso taurino en Montirón que la iguale a las otras capitales. Entrarán 6.000 almas alrededor de un albero de 40 m. De madera costaría 13.000 duros. De piedra, 16.000.

La Liga afila todos los argumentos. Es bochornoso que no disponga de una mezquita taurómaca la provincia que es patria de los dos únicos toreros gallegos, “el fracasado Frascuelito y el triunfante Celita”.

En lo referente a únicos se les va la mano, pero ¿quién es ese tal Frascuelito? Poco se sabe de su vida, salvo lo ocurrido el 14-VIII-1904, que ahí sí que nadamos en detalles. Se llama José Antonio Fernández Rodríguez (Madrid, 1884), aunque él presume de cuna mindoniense.

Entre García Doural y Ruiz Leivas nos dan la filiación completa. Sus padres regresan pronto a Mondoñedo, donde hacen hogar y negocio en San Lázaro con un horno de bollos. Su padre es Juan de Dios Fernández, nacido en A Tellada (San Salvador das Cortes / Paradela), y su madre, Vicenta Rodríguez Bermúdez, de la propia Fonte Vella.

En 1910, el horno es pasto de las llamas, por lo que se dedica al negocio de los huevos y a punto está de sufrir la estafa de unos misteriosos timadores cartageneros.

Su hijo, seminarista de Santa Catalina, concluye que más cornás da el hambre y se convierte en Frascuelito. El desastre comienza a tejerse.

Por razones que solo cabe achacar a un país de pandereta que fue y que persiste, Antoñito es contratado para una tourada a celebrar en A Coruña con motivo de las fiestas de María Pita.

Habrá seis toros de magnífica estampa para Mazzantini y Lagartijo y otros cuatro de Carreros (Salamanca) para la tourada con rejoneadores portugueses como José Bento D´Araujo y Víctor Marques, y forçados.

La cuadrilla española la encabeza el espada Ángel García de la Flor, Padilla, con tres banderilleros, entre los que se encuentra Frascuelito.

Cómo sería aquella tarde de nefasta que la crónica se titula “Salvajada a la usanza española”. Preside el teniente de alcalde, señor Areal. Rejonea D´Araujo, correcto. En el turno de los banderilleros se arma. Frascuelito le coloca medio par donde la grupa pierde su casto nombre, “considerando que hasta el rabo todo es toro”, dice la prensa. Estalla el escándalo. Lluvia de botellas y otros proyectiles contra el de Mondoñedo, que comienza a temblar cual jirafa en el Polo. En su primer revolcón, suelta el estoque que volando va a clavarse al pie de Padilla. Lo que faltaba.

El herido estoquea otra vez en el rabo y el acero asoma indecente. El público pide cárcel para Padilla y que sea la Benemérita quien mate al cornúpeta. Otro pinchazo y lo degüella. Media hora de pitos. El maestro llora y se retira a la enfermería.

Los foçados se lían con el segundo y Frascuelito se planta ante él como un saco de patatas. “Suda más que si estuviese cavando todo el día”, comenta Dafonte. El público vuelve la cara avergonzado. El estoque va a donde “no puede decirse”. Mucha gente huye.

Tantas veces como se acerca al toro, tantas se revuelca en la arena. Se le cae la coleta, pero finalmente lo mata con “estocada horripilante”.

El público pide cárcel para Antoñito. Éste alega que no puede más y se larga a la enfermería. Al nuevo no hay quien lo mate. El presidente se las pira, pero el público le pita para que vuelva. Recuerden que estamos en María Pita.

El cuarto tampoco tiene matador y la plaza estalla. Tras ser curado, Frascuelito es conducido al calabozo por negarse a matar dos bichos. Padilla se suicidará años después.

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