El rapapolvo

_¡Señor Rufián!, y perdón por llamarle señor.

Cuentan que en sus inicios la fama de Emilio Castelar llega enseguida a oídos de Isabel II y la mujer quiere conocerlo. Charlan y al despedirse, la reina se ofrece para lo que Castelar pueda necesitar.

El arquetipo del buen orador español, que entonces navega por los veintitantos años, contesta:

_Gracias, majestad, pero soy republicano y esto me impide aceptar ninguna ayuda que vuestra majestad me ofrezca.

Lejos están las formas de don Emilio de parecerse a algunas de las que una chusma elevada al foro sin haber salvado la reválida elemental pretende imponer como norma en la vida parlamentaria.

Pero a grandes males, grandes remedios . De ese modo, se nos informa que la seño de la guardería, doña Ana Pastor, ha cogido por las orejas a uno de los educandos, el llamado Gabriel Rufián, se lo ha llevado a un aparte y le ha dicho que así, no. Que ésas no son maneras de dirigirse ni a sus compañeros de pupitre, ni al resto de los ciudadanos, por los muchos males que expande.

Expande odio, mala educación y violencia, una mezcla bautizada ya como rufianismo, pero a la que la seño quiere poner freno desde el primer momento de la legislatura. Bueno, desde el segundo momento, porque el acto inicial se le ha escapado, quizá porque es difícil imaginar tanta zafiedad en la tribuna de los oradores.

El republicano Castelar jugaría en el patio a la hora del recreo con cualquier monárquico antes de hacerlo con el republicano Rufián, y es que hay cosas que nada tienen que ver con las ideas políticas y mucho con el saber comportarse.

Quien confunda el Congreso con un tugurio de mala nota, se está confundiendo sobre si mismo, porque donde podría haber un congresista, en realidad hay un bergante; vamos, gente del bronce. A ver si tiene efecto el rapapolvo.

Un comentario a “El rapapolvo”

  1. Aureliano Buendía

    Pocas veces el nombre (en este caso, el apellido) define tanto a quien lo lleva, como en el caso de este buen Rufián, subproducto de treinta años de inmersión linguística e ideológica de la escuela catalana.

    Encabeza las listas de su partido a las elecciones generales para cubrir la cuota de charnegos, en este caso con la especie elevada al summun de su gloria: un castellanohablante independentista, orgulloso de serlo. Un espécimen afectado por una mezcla, en proporciones no conocidas, de estulticia y síndrome de Estocolmo.

    ¡Y el mono de feria de los nacionalistas, encantado de serlo!. En tiempos pretéritos, lo enseñarían en la calle para recaudar unas monedas. Ahora, le eligen Diputado, y el primate realiza sus cabriolas en la tribuna del Congreso, expele sus consignas como si fueran ventosidades y, finalizada la actuación, abandona la tribuna y regresa dando volteretas al regazo de Joan Tardá.

    Yo creo que los demás grupos parlamentarios envidian en secreto a Esquerra Republicana de Cataluña. Ellos también querrían tener una mascota.

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