Si alguien se siente incómodo ante la presencia de la divinidad, sólo puede tratarse de un caso de ceguera, ya sea causada por algún atávico fanatismo, bien por simple ignorancia, o lo que es más común, por una nefasta combinación de ambas en proporciones peligrosas para el correcto discernir.
La guerra al símbolo es la guerra a la tradición, a la historia, al conocimiento; lo cual suena un tanto soberbio. Si quienes lo proponen se hubiesen distinguido por otras iniciativas de gran calado y beneficio público, y no sólo por imposiciones partidistas, se podría dudar por un instante de la conveniencia o no de abrazar la iconoclasia; pero como no es el caso, ni eso. Menos mal que la votación en el Congreso ha sido tan contundente como para dejarse de coñas los próximos tres años y dar un poco el callo en otros temas más terrenales y menos celestiales. Y todo ello sin entrar en contradicciones con agnosticismos que incluso son compartidos dentro del seno de la propia iglesia, como es lógico y natural.
Si se trata de una persecución inquisitorial a la que se pretende dar visos de legalidad, recuerden que tenemos una experiencia cercana. Ni eliminó los herejes, ni cayó la iglesia. Lo único que desapareció fue la propia Inquisición. Al menos en sus aspectos formales, pues por momentos parece reverdecer.
No obstante, el momento álgido del debate estuvo a cargo del PNV cuando propuso, no ya la eliminación del crucifijo, sino la de toda la ceremonia. Es decir, que ni juro, ni prometo; ni notario mayor del Reino, ni presidente, ni Reyes, ni nada. Eso ya es otra cosa. A eso nos apuntamos. A partir de ahora, en su toma de posesión, los nuevos ministros deberán bailan el aurresku delante del Banco de España. Eso sí, bajo la atenta mirada de Cibeles. ¿O también hay que tirarla al Manzanares?

Esta entrada se publicó el Miércoles, 28 de Mayo , 2008 a las 11:47 am y está clasificada en General. Puedes seguir las respuestas a través de el feed RSS 2.0. Puedes dejar una respuesta, o trackback desde tu sitio.