Azcona

Todos los espectadores le debemos a Rafael Azcona muchas horas de diversión, fantasía e historia en docenas de guiones. Los escribió porque así él era el primero en divertirse, pero ya que Azcona fue también uno de esos grandes hombres que pasan por la vida sin parecerlo, reconozcamos que en su caso la necrológica laudatoria está bien fundamentada.
Se están redactando muchas, como se merece; lo cual demuestra que el sentimiento por su muerte es muy común. Dentro de la inevitable amargura que produce la desaparición de un tipo valioso, leí con auténtico placer las líneas íntimas, sencillas y sinceras que le dedica Jonás Trueba, quizás por compartirlas plenamente, por haber conocido a Jonás en patucos, o por comprobar que los elogios hacia el guionista fallecido no provienen únicamente de sus coetáneos, como le pasó al pobre Machín, si hacemos excepción de Chumy Chúmez y algún otro machinista recalcitrante.
Las películas de Azcona, con ayuda o no del director respectivo, se van a ver con agrado mucho más allá de su muerte. Al menos, hasta que nos conviertan en robots perfectos e insensibles, porque lo suyo era la alegría de vivir, y eso siempre gusta. Menos a los amargados.
No es arriesgado afirmar que Azcona ha sido el escritor más reconocido en silencio de la segunda mitad del siglo XX español. Ni siquiera hacía falta leerlo. Eran guiones. Ahora se programarán muchos de ellos. Bueno, eso es lo que se espera, porque a lo mejor no le encuentran sitio, con tanto invitado importante que pisa los platós de la televisión.
Al repasar su obra, me pregunto cuál de todas ellas elegiría para ver hoy en su memoria, y compruebo que me da igual. Acertó en todas.
Por cercanía, por don Wenceslao y por el ánima de Fiz de Cotobelo, pincho la casilla de El bosque animado.

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